Platero,
el tierno burro que vive en la memoria de muchos escolares hoy adultos, cumple
cien años. Tal día como hoy del año 1914, el libro del poeta andaluz Juan Ramón
Jiménez vio la luz en una pequeña imprenta madrileña. Pese al tiempo
transcurrido, Platero y yo continúa
rebelándose como una auténtica puerta entre culturas de lengua española pues
varias de sus generaciones han aprendido a leer con él.
Sin embargo, considerando este
relato como una puerta, su autor no accedió a ella desde un conocimiento
cristiano de las cosas. Porque tan sólo oculto en ellas, en la naturaleza, Juan
Ramón descubría a su dios. Un “dios” con minúscula. El objeto de este artículo es
saber si, observando la naturaleza, el
autor de Platero y yo consiguió la
meta de todo ser humano: conocer a Dios. Por
tanto el reto será si Juan Ramón pudo al fin cambiar la ortografía del nombre
buscado, “el nombre de todos los nombres”.
Los
caminos del poeta siempre van en una dirección: de la naturaleza observada
hasta el origen de su belleza. Ciertamente se puede argumentar que para conocer
a Dios, otro camino hubiera resultado más corto y directo: el de las enseñanzas
de la Iglesia. Pero Juan Ramón no tuvo la fortuna de otros niños que reciben la
formación cristiana de sus padres, de catequistas o de algún buen amigo.
Por
esto tuvo que ir por caminos inciertos y expuestos a peligros como, en su caso,
las emboscadas de la melancolía. Para combatirla, el poeta camina con un
compañero. Uno dócil, manso y suave. Sin embargo, tiene un problema: al ser
peludo, no hay quien le invite adentro de las casas. Esto nos lleva a un
episodio del libro.
En la naturaleza cada cosa tiene su origen…
En la cena infantil de Moguer, los niños se divierten. Al pensarse
solos, adoptan el papel de adultos. “Las niñas comían como mujeres; los niños
discutían como algunos hombres”. Las madres están
alrededor charlando. Una de las niñas sale como un rayo a los brazos de su
madre. Los otros niños al punto, rompen a gritar y a correr. Todos a los brazos
de sus respectivas madres. En la ventana asoma el rostro de Platero, que sólo
quería unirse a la fiesta, sin asustar.
De esta forma muestra el poeta a las madres.
Son brazos tranquilos, de pureza; mansos para los niños después de aventurarse.
Pero
no son sólo brazos. También son pechos que alimentan, incluso en ocasiones sin
saber de qué, de forma que con sólo unos zapatos y un vestido ya tienen
príncipes.
Y aún
así, algunas de ellas son heroicidad. Por ejemplo, las que en Moguer tienen
niños tontos por la meningitis, “a
quienes no llega nunca el don de la palabra”, abandonadas
por los maridos, se los han quedado sólo para ellas, para las madres.
Y al
igual que los hijos proceden de las madres, en Moguer el agua del río viene de
“fuente vieja”. De esta fuente mana la “pureza que une tierra y cielo en un
solo cristal de esplendor”. Es decir, en la superficie del agua se reflejan las
figuras que están más arriba: los tristes burros de carga, las personas que
pasan.
…
sus objetos reflejan el Cielo
Juan Ramón en Puerto Rico el día que le concedieron el Nobel de Literatura |
Cuando el poeta dice que “Platero se bebe cada noche dos
cubos de estrellas”, nos está diciendo que se bebe dos cubos de agua. En el
fondo del cubo se refleja el cielo nocturno. De hecho Juan Ramón Jiménez no es
un idealista, sino al contrario. Pues un hombre que mira estrellas en el fondo
de cubos de agua, en realidad busca cielos, y quien busca cielos, se mire por
donde se mire, busca a Dios.
…
Y el sol atrae todas las cosas
En ocasiones, en el Platero
la naturaleza cambia, se transfigura. Así el Sol de otoño se hace sagrado a
la vista del poeta. El sol en Poniente se muestra grande, dios que se hace
visible y se hunde en la raya de mar que trasciende todo el mundo conocido,
pues está detrás de Huelva, y va “más allá de Moguer, de su campo tú y yo,
Platero”.
Y a lo
sagrado que representa el sol, todo le rinde el silencio como homenaje, y cuando
está en el Poniente, todas las cosas le son atraídas como en éxtasis. Y esta
atracción en realidad se dirige a alguien.
De
hecho también a Cristo se le ha atribuido este símbolo, Sol de Justicia, que
recapitulará todas las cosas al final conforme rebela el Nuevo Testamento (Efesios 1,10).
Pero más cerca que este Sol están los niños.
El
Cielo es un mundo de niños
Es difícil encontrar fotografías de Juan Ramón sonriente,
salvo cuando aparece con algún pequeño. Por ejemplo en la escuela de Puerto
Rico donde acudía para leer a los niños ciegos. En Moguer los pequeños van a la
miga, a la guardería. Y lo hacen para desasnarse. Y el poeta está empeñado en
matricular a su ignorante compañero: “Si tú vinieras, Platero, con los
demás niños, a la miga, aprenderías el a, b, c, y escribirías palotes”.
Juan Ramón en una escuela de Puerto Rico en 1957 |
En cuanto al poeta, siempre sigue este lema: lo mejor, para
los niños. Así el cielo también está reservado para ellos. Como “el niño tonto,
que desde la calle de San José se fue al cielo”. El Cielo pues, se diría que es
“un mundo de niños, que le está rezando a la tierra un encendido rosario-
así define Juan Ramón a las estrellas- de amor ideal”. O la joven tísica
cansada de caminar y que, al subirse a Platero, parecía un ángel “camino del
Cielo”. Y la pregunta que se hace ante los niños: “¿habrá un paraíso de los
pájaros? ¿Habrá un vergel verde sobre el cielo azul?”. La respuesta a preguntas
como estas iban a llegarle pronto.
Una
vivencia sobrenatural
La esposa del poeta, Zenobia
Camprubí, había traducido al español más de cincuenta títulos de Rabindranah
Tagore. Por esto, la cercanía con este místico oriental presagiaba en Juan
Ramón un encuentro especial en el otoño de su vida. Así durante un viaje en
barco desde los Estados Unidos hasta Argentina, el poeta andaluz tiene una
vivencia arrebatadora.
En una carta
explica Juan Ramón como “de pronto, al poner
el pie en el estribo del coche …, lo sentí, es decir lo vi, lo oí, lo gusté, lo
toqué. Y lo dije, lo canté en el verso que él me dictó.”
Si se trató de una experiencia
mística, o una previsible aproximación a la Fe, o como ha dicho la crítica
racionalista, un encuentro consigo mismo, con su conciencia de existir, poco
podemos afirmar. El poeta es de rico mundo interior, pero de temperamento
hermético, por lo que no comparte las circunstancias de esta vivencia. Sin
embargo, tenemos algunas certezas. Entre ellas, que fue una experiencia gozosa:
“… dios deseado y deseante, el dios de la
belleza, de lo hermoso, conciencia mía de lo
hermoso”.
El mismo relato de Platero y yo es la esperanza de su nuevo amigo
En este
encuentro descubrió que toda su poesía anterior es como un mundo que le ha ido preparando
a esa otra persona. Y esta vivencia arrebatadora se presagia por tanto
en el Platero, por ejemplo en la
transfiguración de Moguer en rosas que caen a la hora del ángelus:
“Parece, Platero, mientras suena
el Ángelus, que esta vida nuestra pierde su fuerza cotidiana, y que otra fuerza
de adentro, más altiva, más constante y más pura, hace que todo, como en
surtidores de gracia, suba a las estrellas, que se encienden ya entre las rosas…
más rosas”.
Sin duda la intuición del lector
resolverá los flecos que el poeta no quiso explicar.
Pues dice Ortega que todo estilo
estético implica una opción ética y, según Fernández Berrocal, la de Juan Ramón
fue la dejar eternidades, “constancias del alma humana”, haciendo del escribir
del poeta, como de su vivir, un poema.
Y no fue su vida un poema sólo
buscado o intentado, sino que al final, su vida resultó un poema conseguido.
Por ello, pudo escribir su verso con D mayúscula:
El Dios. El nombre conseguido de los nombres.
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